jueves, 8 de junio de 2017

LA BANDA DEL SARGENTO PEPPER CUMPLIÓ 50 AÑOS

Foto interior del álbum  Sergeant Pepper's Lonely Hearts Club Band.
De izq. a der. Ringo Starr, John Lennon, Paul McCartney y George Harrison. 
Imagen: http://k34.kn3.net/ED0F0B8DE.jpg

Junio de 1967 fue un mes extraordinario para el mundo de las letras, la contracultura y la música: en la primera semana salió a la venta en Buenos Aires la nueva novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, que se convertiría en un hito de la literatura de todos los tiempos, llegando a vender alrededor de cincuenta millones de copias en decenas de idiomas; en San Francisco, California, cuna del movimiento hippie, se inició el llamado “verano del amor” que reunió a miles de jóvenes en torno a ideales de paz, amor y música que celebraban el cuerpo, la libertad, la psicodelia y la vida juvenil comunitaria; y, como para completar este tríptico cultural y mediático, Los Beatles, la banda inglesa que tres años antes había decepcionado al mítico cantautor folk Bob Dylan -heredero musical de la Generación Beat y uno de los íconos del movimiento contracultural estadounidense-, presentó al mundo un álbum que demostraría que el rock podía alcanzar el estatus de arte: Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band, esto es, la Banda del Club de Corazones Solitarios del Sargento Pepper. Todo parece haber coincidido para que en aquel mágico momento, desde San Francisco a Ciudad de México (donde García Márquez vivía por entonces), de Ciudad de México a Buenos Aires y de Buenos Aires a Londres, el mundo detuviera su marcha alocada y posara sus sentidos en esta oleada de imaginación que lo sacudiría a través de unas letras, unas imágenes y unos sonidos novedosos y refrescantes.

En cierto modo el álbum fue el resultado de una frustración: Los Beatles estaban cansados de las giras, de hacer lo mismo en cada concierto, del chillido y la histeria colectiva que les impedía tocar bien, de no poder reproducir en sus presentaciones la música más elaborada que ya hacían en el estudio de grabación; de hecho, sus dos últimos álbumes -Rubber Soul y Revolver- ya mostraban el camino hacia su madurez musical. Lennon lo dijo claramente una vez cuando respondió que las giras ya no continuarían porque no concordaban con el tipo de música que estaban haciendo. El disco Revolver era la mejor prueba de ello: era una pieza de estudio que incluía algunas de las mejores canciones que habían producido hasta el momento, como Eleanor Rigby, Taxman, And your bird can sing, I want to tell you, For no one, I’m only sleeping o Doctor Robert. Después de un trabajo como éste ya no podían salir al escenario a cantar She loves you o Love me do. Habían crecido. Revolver es para muchos críticos y beatlómanos la auténtica obra maestra del grupo. Pero fue Rubber Soul, de 1965, el álbum que marcó la transición hacia el barroquismo que buscaban. Eso implicaba experimentar con las últimas técnicas de grabación, escribir letras mucho más elaboradas, incorporar otros instrumentos como el sitar, armonías barrocas y clásicas, coros más exigentes (como el de Here, there and everywhere) y, por supuesto, pasar muchas más horas encerrados en el estudio. Ellos entendieron que la única forma de lograr algo más y de convencer a los críticos escépticos que los veían aún como una banda de rock que no tenía absolutamente nada de especial, como el propio Dylan se los había dicho en 1964 durante su primera gira estadounidense, era pasando más tiempo en el estudio experimentando y grabando. En ese sentido el trovador de Minnesota fue una influencia importante en el grupo. Lennon intentó escribir y sonar como él en su canción You’ve got to hide your love away, de 1965.

Un músico que estaba tomando las cosas con ese nivel de dedicación y calidad al que aspiraban Los Beatles era Brian Wilson, líder indiscutible de Los Beach Boys, una exitosa banda pop de California con un sonido muy comercial. Wilson no estaba nada satisfecho con ello y no volvió a tolerar las presentaciones después de haber sufrido un ataque de pánico, prefiriendo quedarse a componer y a grabar mientras sus compañeros se iban de gira. Durante los primeros meses de 1966 compuso, arregló y produjo lo que sería el álbum Pet Sounds. Escribió las letras con el publicista Tony Asher, contrató a decenas de músicos de sesión, empleó nuevas técnicas de grabación, mezcló objetos caseros con instrumentos clásicos y eléctricos, usó ladridos de perro (Pet Sounds es “Sonidos de mascota”) y, finalmente, llamó a sus compañeros de grupo para ensayar los coros en una serie de sesiones perfeccionistas y grabarlos. Pet Sounds es un álbum lírico, melodioso y temático impresionante que no parece encajar en ningún género en particular y que rompe completamente con el estilo de una banda famosa por la fórmula “chicas, coches y surf”. La idea de hacer un álbum introspectivo que constituyera un todo se le ocurrió a Wilson después de escuchar, precisamente, el Rubber Soul de Los Beatles en diciembre de 1965. Sería una revelación del modo de llegar al álbum en espiral que deseaba hacer. De manera similar, cuando Pet Sounds salió a la venta en mayo de 1966, el grupo británico estaba trabajando en su obra más ambiciosa hasta entonces, Revolver, y seguramente fue todo un espaldarazo para concluirla (Revolver se publicaría en agosto de ese año). Pero lo fue aún más para Paul McCartney, que concibió el proyecto del Sgt. Pepper’s a partir de la imaginación y producción sin límites que significaba la obra maestra de Los Beach Boys (de Brian Wilson, en realidad). Muchos consideran que es realmente Pet Sounds el álbum que merece más que ningún otro el título de mejor disco de música pop de la historia. Y bien puede ser, además, el primer álbum experimental del rock.


Portada de Pet Sounds. Segundo de izq. a der. Brian Wilson
Imagen: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/en/b/bb/PetSoundsCover.jpg

Tal vez lo que tanto Wilson como Los Beatles buscaban era componer y producir álbumes de autor, como Bob Dylan lo hacía, de ahí que su influencia fuera esencial en ellos. Dylan se había acercado al rock desde 1965 cuando compuso Bringing it all back home y Highway 61 revisited, álbumes en los que empleó por primera instrumentos eléctricos. Highway 61 revisited figura como uno de los más importantes álbumes de todos los tiempos y fue quizás el que más influyó, desde el punto de vista conceptual, en la producción de Pet Sounds, Revolver y, por supuesto, Sergeant Pepper’s. De igual modo el álbum de Dylan de 1966, Blonde on blonde, que coincidió con Pet Sounds en el mes de lanzamiento, fue otro trabajo que resultaría motivador para Los Beatles, especialmente para McCartney: si uno escucha, por ejemplo, la entrada de ambos álbumes encontrará similitudes en el tono festivo y en el hecho de que es como otra banda la que toca, una alter band. Fue McCartney el artífice de Sgt. Pepper’s, así como Wilson fue el cerebro de Pet Sounds. Pero, a diferencia de Los Beach Boys, McCartney contaba con una banda excepcional que no sólo se incorporaría a su proyecto sino que lo enriquecería. Es cierto que la participación de Lennon como compositor fue menor en cantidad (cuatro canciones), así como la de Harrison se redujo a una sola después de lo que fue su participación en Revolver (tres canciones). Así las cosas, más de la mitad de Sgt. Pepper’s fue obra de McCartney. Ahora bien, ¿hay alguna línea temática en el álbum? A primera vista, de lo que se trata es de una obra ejecutada por una banda imaginaria, la del Club de Corazones Solitarios del Sargento Pepper; sin embargo, las canciones no tienen mucha relación entre sí, no cuentan una sola historia sino varias. La unidad del álbum es más musical que conceptual, como pasa con Pet Sounds. En ese sentido, lo que se sostiene a lo largo del álbum, de alguna u otra manera, es la idea de una sugestiva banda musical que toca las trece canciones, en algunos casos acompañada de una gran orquesta. Para darle consistencia al proyecto, McCartney recurrió al galerista Robert Fraser en busca de asesoría en el diseño del álbum, fundamental para que el público entrara en el juego del alter ego musical que se intentaba construir. Fraser sugirió contratar a un artista plástico y fue así como llamaron a Peter Blake, un artista pop británico que empezó a trabajar a partir de la idea de McCartney, y a Jann Haworth, artista pop estadounidense y, a la sazón, esposa de Blake. La portada que diseñaron es uno de los más famosos íconos del siglo veinte.

Imagen: http://www.sopitas.com/wp-content/uploads/2017/04/the-beatles-sgt-pepper-aniversario.png

Dos significativas piezas musicales precedieron a la grabación de Sgt. Pepper’s: Strawberry Fields Forever, de Lennon, y Penny Lane, de McCartney. George Martin, productor de la banda y a menudo llamado el quinto Beatle, decía que ambas debieron haberse incluido en el álbum porque son el auténtico inicio del proyecto. De todas maneras ya está en ellas el cambio de rumbo estilístico que buscaban, el nuevo sonido, el alter ego mediante el cual querían seguir tocando. Si pudiera definir el estilo del Sgt. Pepper’s diría que es una ingeniosa combinación de lo clásico, lo contemporáneo y lo experimental. La canción introductoria emplea instrumentos eléctricos y una sección de vientos y cuenta un poco la historia de esa banda que el Sargento Pepper había formado veinte años atrás y que tenía como solista a Billy Shears, que es presentado al final de la misma para interpretar With a little help from my friends, en la voz de Ringo Starr, baterista del grupo. Era esta una pegajosa canción pop cuyo contenido resultaba muy apropiado para la contracultura hippie que se extendía por todo el mundo con sus principios de amistad, paz y amor. Luego viene Lucy in the Sky with Diamonds, una psicodélica canción de Lennon que causó controversia porque sus iniciales coincidían con las del LSD, una droga alucinógena que Los Beatles y millones de personas consumirían en la segunda mitad de los años sesenta, mistificada, entre otros, por el escritor británico Aldous Huxley y el profesor estadounidense Timothy Leary. A pesar de que Lennon explicó que el título se le ocurrió a raíz de un dibujo hecho por su hijo Julian que representaba a una niña compañera de escuela, la canción alimentó la leyenda de un álbum hecho bajo las alucinaciones que producía el ácido lisérgico y que hacía una apología de su consumo. Otra canción que fue usada para difundir esa hipótesis es justamente la última, A day in the life, de Lennon -en mi opinión la mejor de todo el álbum-, particularmente por el verso “I’d love to turn you on”, que se puede traducir como “Me encantaría iluminarte” (o encenderte, o excitarte). Esta canción fusiona hacia la mitad una pequeña composición de McCartney que es cantada por él mismo y presenta unos arreglos extraordinarios, pero la canción en sí ya es muy compleja para aquel momento, algo realmente novedoso, una obra melancólica que sufre cambios dramáticos durante su desarrollo y tiene un cierre portentoso con un in crescendo orquestal y una extensa nota de piano. Una pieza magistral que, como decía el propio Lennon, es lo que quizás más se recuerde de un álbum de autor como éste. Y si bien su contribución como compositor fue menor, con una tercera parte del álbum, una canción como esa ya la justifica. La colaboración de McCartney en ella, desde luego, fue fundamental y constituye uno de los mejores ejemplos en los que las ideas de ambos cuajaron de una manera admirable.

Creo que lo que más me apasiona del álbum es su alquimia, su magia, su intertextualidad que, además de la sofisticación en todos los detalles de su obra muestra una gama de sentimientos, estados de ánimo y emociones que van desde la festividad de su intro pasando por la celebración de la amistad en With a little help from my friends, la ensoñación lúdica de Lucy in the sky with diamonds, con sus alusiones a Alicia en el país de las maravillas; la alegría y optimismo de Getting better, lo agridulce del tiempo y la soledad en Fixing a hole, la más pura melancolía en la barroca She’s leaving home, lo festivo y circense en Being for the benefit of Mr. Kite!, lo místico y filosófico en Within you and without you, el entusiasmo del music-hall y de una futura edad más sosegada en When I’m 64, o la energía de Good morning, good morning. Toda una amalgama de sensaciones, relatos y arreglos que hacen del álbum un fresco clásico y moderno a la vez. Pero, debo subrayar en que lo moderno en una música como el rock and roll que para entonces era aún muy joven empieza con Pet Sounds. Ese es el momento que marca el inicio de la adultez en el rock. 

La portada de Sgt. Pepper’s es una puesta en escena que muestra a los cuatro músicos vistiendo unas coloridas prendas militares y portando instrumentos de viento. Detrás de ellos se encuentra una audiencia compuesta por decenas de celebridades, elegidas a partir de listas que cada miembro de la banda elaboró, entre las cuales está una representación en cera de ellos mismos perteneciente, como muchas otras que aparecen en la imagen, al londinense Museo de Cera de Madame Tussauds. Músicos como Stockhausen y Bob Dylan; escritores como Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, William S. Burroughs, Lewis Carroll o H. G. Wells; personalidades del cine como Marilyn Monroe, Marlon Brando, Marlene Dietrich, Fred Astaire, Mae West, Diana Dors y los cómicos Laurel y Hardy; el filósofo alemán Karl Marx; héroes románticos como el inglés T.E. Lawrence, que luchó por la autonomía árabe contra los turcos y contra el mismo Imperio Británico; o deportistas como Sonny Liston. Se dice que una imagen de Gandhi también estaba incluida, pero a última hora fue eliminada por petición de EMI, la empresa discográfica para la que grababan Los Beatles. Y una efigie de Hitler también fue retirada. Han sido numerosos los homenajes que se han hecho a esta portada. No obstante, el trabajo completo de Peter Blake, que incluía para el interior del álbum figuras concebidas por el artista, entre ellas una imagen del Sargento Pepper, no apareció en la edición en vinilo y recién pudo ser apreciado cuando el álbum se editó en CD. El collage fue subastado en Londres en noviembre de 2012. 

Collage que había diseñado Peter Blake como inserto del álbum
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Sergeant Pepper’s es un documento cultural de nuestro tiempo, de esos que uno quisiera llevar a una isla desierta o rescatar de una hecatombe. O que algún viajero extraterrestre encontrara en el espacio sideral para conocer un poco cómo se sentía la vida en un planeta que, al paso que vamos, a lo mejor ya no exista para entonces. Con todo, no me parece el más importante disco de la historia, así figure casi siempre en el primer lugar de un canon muy discutible. Hay que tener en cuenta que ese canon, además, es básicamente el de la música pop y no incluye otros géneros como el jazz, que para mí es la música clásica del siglo veinte, la más grande que se pudo haber inventado en todo el siglo. Sé que el álbum no entusiasmó a Bob Dylan, el hoy Nobel de Literatura. Pienso que su enorme prestigio se debe más a todo el ruido que le hicieron los medios masivos de comunicación que a una superioridad musical absoluta en un género como el rock, del mismo modo que la reputación de Los Beatles como la mejor banda musical del mundo (o peor aún, de la historia) fue un invento mediático. En escena Los Beatles eran, en realidad, tan decepcionantes como lo fueron para Dylan. En ese sentido Los Rolling Stones y otras bandas eran superiores a Los Beatles. Y creo que ellos eran conscientes de esa debilidad. Por eso mismo, la idea de ser otra banda, que se reinventaba en cada álbum a partir de Revolver, parecía ser la única manera de resistir el prestigio que los medios habían echado sobre sus espaldas. “Vas a cargar con ese peso todo el tiempo”, cantaban en Abbey Road, su último álbum (y no falta quien diga que este sí es su mejor disco). El mito ya había sido creado y al cuarteto de Liverpool no le quedó otra opción que desarrollar cuidadosamente un sonido y una imagen que, incluso para 1967, tenía serios competidores como Los Rolling Stones, Jimmi Hendrix Experience, Pink Floyd (que tenía, además, una puesta en escena innovadora), The Who, Cream o The Doors; bandas que no temían salir al escenario para dar lo mejor de sí. Frente a una pléyade como esa Los Beatles habrían sucumbido. Y a pesar de que la producción musical era un refugio seguro, las penosas sesiones de grabación del álbum Let it be en enero de 1969 los hicieron mucho más vulnerables. Su separación en 1970 les permitió mantener vivo el mito.

No se puede desconocer la influencia de un trabajo como Sgt. Pepper’s, tanto en el rock como en otros géneros por todas las posibilidades que abrió en todo lo que tiene que ver con la producción musical. Tampoco puedo negar que, gracias a los medios, su influjo fue también social y cultural: salió en el momento oportuno y expandió la conciencia de millones de jóvenes en todo el mundo frente al momento que estaban viviendo y los “Días de Futuro Pasado” que habrían de vivir, parafraseando el título de un álbum de la banda inglesa The Moody Blues, lanzado también durante aquel mágico año de 1967.  

jueves, 4 de mayo de 2017

FELLINI O LA CELEBRACIÓN DE LA VIDA



Imagen: http://www.garuyo.com/cine/peliculas-de-federico-fellini


Un amigo me dijo una vez que quien no ha visto las películas de Federico Fellini (1920-1993) en realidad no ha visto cine. Yo diría que quien no lo haya hecho se está perdiendo una de las experiencias cinematográficas más ricas y fascinantes  que se puedan encontrar. Porque Fellini supo inventarse un mundo vital de imágenes y sonidos que narran y celebran la naturaleza humana. Recuerdo que mi primera película fellinesca fue Julieta de los espíritus, protagonizada por su esposa y musa Giulietta Masina, experiencia imbuida de surrealismo, arte pop y una plástica exuberante. Luego vi Y la nave va, una de sus últimas obras, y La Strada, aquel fresco intenso, brutal y agridulce hecho de personajes entrañables (Gelsomina, Zampanó, Il Matto…), una de sus primeras. Hasta aquí tenía una vaga noción de tres etapas fellinescas: la surrealista, la neorrealista y la, cómo llamarla, ¿melancólica? o, en todo caso, última. Para tener una visión cabal de su cine vi después, y más o menos en este orden, Las noches de Cabiria, El jeque blanco, La dolce vita, La voz de la luna, Amarcord, Roma por Fellin, Ocho y medio, Ginger y Fred, Los inútiles, Almas sin conciencia (también conocida como El estafador), Los payasos, Satiricón, Casanova y Ensayo de orquesta. Y así pude completar el círculo.

Fellini, que en sus años juveniles fue periodista y dibujante, siempre se sintió atraído por los comics, el circo, el arte y la cultura populares. Pasó por la prensa escrita y la radio, fue libretista de radio-dramas, empezó a escribir guiones de cine, fue coguionista (con Rossellini) de Roma, ciudad abierta, una de las películas iniciáticas del neorrealismo italiano, hasta que debuta como director con Luces de variedades (1950), que codirige con otro grande del neorrealismo, Alberto Lattuada. Pero, realmente la primera obra felliniana es El jeque blanco (1952), en la que ya se esbozan algunas de sus obsesiones: lo biográfico, el mundo de la historieta, la delgada línea entre lo ficcional y lo real (que abordará en sus filmes de diversos modos y que alude también a rastros biográficos), el amor cruel o la crueldad del amor, la farándula y el espectáculo, la frivolidad de ciertas vidas. Fellini no dejará nunca de caricaturizar la vida, como buen dibujante que era, por eso le interesan los personajes y los relatos desmesurados, animalescos, satíricos, farsescos, pueriles, barrocos, populares y grandilocuentes. Algunos de estos elementos están en filmes influidos por el neorrealismo, como Los inútiles (I vitelloni), La Strada, Almas sin conciencia y Las noches de Cabiria.

En I Vitelloni (1953), título intraducible porque se refiere a  los chicos de provincia que andan todo el día vagabundeando, sin trabajo y sin itinerario fijo, ya están dos de los temas que atravesarán toda su obra. Por un lado, lo que (André) Bazin ha llamado ‘el problema de la salvación’ y, por el otro, la exploración de esa vida de provincia que él tan bien conocía [...] Con Il Bidone (1955), traducido como Almas sin conciencia, ahonda en ese tema. Él mismo ha dicho que sus bidone (también intraducible porque son una especie de ladrones de baja estofa, eternos perdedores que no triunfarán ni como eso) son la continuación de los vitelloni: son ellos más crecidos, con el robo como posibilidad de vida que escogen.[1]
Anthony Quinn y Giulietta Masina en La Strada.
Imagen:
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En La Strada (1954) hay una prefiguración de lo que los críticos llaman el universo felliniano: el choque entre provincianos y citadinos, la vida como espectáculo y carnaval, pasiones humanas desbordadas, un sentido tragicómico de la realidad (esas dos caras del drama), lo barroco, lo circense, el humor corrosivo. Su atmósfera neorrealista sigue a tono con esa búsqueda de una Italia profunda, la propiamente de la segunda postguerra que directores como Rosellini, Visconti y De Sica querían indagar.

La Strada es la historia de una comunión animal entre un hombre y una mujer. [...] pero su entendimiento es primitivo, pre-humano. Entre ellos corre una oculta corriente de silencio, una neolítica empatía que les une como un fosilizado cordón umbilical. La mujer lo sabe: el hombre es ignorante. El hombre se llama Zampanó, pero podría llamarse de otra manera, incluso Adán. La mujer se llama Gelsomina y es como su nombre: un jazmín. Es simple y maravillosamente complicada como su nombre de flor, y aunque no pueda ver la abeja, la presiente. El hombre es hosco, turbio: a través de él no se ve nada: está hecho de noche.[2]
Esta descripción del escritor cubano Guillermo Cabrera Infante alude a un estilo narrativo que será una característica importante en la filmografía felliniana, que desafía los postulados del drama tradicional, como lo explica André Bazin: “La consecuencia inmediata era rechazar toda jerarquía de procedencia psicológica, dramática o ideológica entre los sucesos representados. No es que el director tenga que renunciar a escoger lo que ha decidido mostrarnos, sino que esta elección ya no obedece a una organización dramática apriorística”.[3] En Las noches de Cabiria (1957) Fellini vuelve al marco neorrealista de la mano de una prostituta de provincia en la otra Roma, la que no aparecía en el cine comercial. Nuevamente la salvación personal queda frustrada o postergada cuando Cabiria ve esfumarse al hombre que le prometía amor; pero, la vida continúa, Cabiria vuelve a las calles. Aquí se cierra su período neorrealista, toma distancia del mundo provinciano y se instala completamente en un mundo de élite con La dolce vita (1960), una suerte de crónica urbana de una Roma superficial que parece haber pasado la página de la segunda postguerra, de lujo y lujuria, de interminable bohemia y derroche, de actrices y modelos, de hastío y de algunas ilusiones perdidas (otra vez la salvación individual que no se completa). No obstante su resonancia internacional y la estima de la que gozado entre la crítica, la encuentro innecesariamente larga e insufrible.

Marcello Mastroianni en Ocho y medio

Ocho y medio

Después de siete películas y siendo ya una figura paradigmática del séptimo arte, Fellini rueda su contribución al filme colectivo Boccacio 70, dirigiendo uno de los tres relatos del mismo, Las tentaciones del Doctor Antonio, estupenda sátira de la censura, el moralismo, la paranoia y la esquizofrenia de las sociedades conservadoras. Así es que para él era como haber hecho media película, de tal modo que la siguiente sería su octava y media, por eso decide titularla simplemente Ocho y medio (1963). Es mi favorita, aunque debo confesar que la primera vez que la vi no pude digerirla en absoluto. Sucede a veces con las obras maestras. Siete años después volví a verla y desde entonces creo que cada año la veo al menos una vez y no paro de sorprenderme. Es indescriptible y cualquier cosa que yo diga nunca le haría justicia. Pero, a riesgo de ello, Ocho y medio es una metáfora sobre el hecho artístico, una honda reflexión sobre la obra de arte misma, sobre el misterioso y paradójico oficio de la invención estética. Es, en mi opinión, la más personal, individual y profunda de sus películas, el momento más elevado de su carrera. Guido, el alter ego de Fellini, está preparando una película. Tiene todo lo que necesitaría para hacerla, pero hacia el final, cuando ya debe iniciar el rodaje, le dice a una actriz, su musa, que no sabemos si es una criatura alucinatoria o una de sus actrices, que en realidad no hay película, que no habrá ninguna, que todo es mentira, y es como si dijera que la película ya se ha hecho sin que nadie se diera cuenta o no necesita hacerse porque el relato -su propia vida- ya se ha contado o soñado y en cualquier caso vivido y, siendo así, no podría filmarse, ¿para qué? Y, en efecto, la filmación nunca se inicia, mientras la vida, el show y la humanidad no han dejado de estar en movimiento todo el tiempo. Porque, acaso, es mejor seguir soñando con la obra que verla realizada, como decía Pier Paolo Pasolini en la escena final de su versión de El Decamerón. O porque no habrá obra mayor que la propia vida del artista, o porque la vida humana y lo real es irrepresentable y todo intento de representación siempre resultará vano.


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Escena de Ocho y medio
Imagen: http://www.labutaca.net/reportajes/fellini-ocho-y-medio-y-el-milagro-se-hizo-realidad/

En este orden de ideas Ocho y medio es como uno de esos manifiestos de las vanguardias del siglo veinte que reaccionaban contra la creciente instrumentalización del arte y de la vida, contra los cánones estéticos, los artificios que pretenden pasar por verdaderos o naturales, la mercantilización de la obra de arte, las artes muertas, contra el espectador condenado a la pasividad y obediencia. En fin: contra todo un régimen estético aristotélico que había prevalecido durante dos mil años, pero que se encontraba en una crisis irreversible. Y el agitado marco social y contracultural de los años sesenta, punto máximo de las rupturas vanguardistas, no podía haber sido mejor telón de fondo.

Fellini quiso continuar esta indagación personal, onírica y surreal en su siguiente filme, Julieta de los espíritus (1965), centrándose esta vez en la figura de su propia esposa. Interesado por el erotismo, la sexualidad, las inhibiciones, los prejuicios, el peso del catolicismo y la república en una Italia que buscaba dejar atrás los fantasmas del fascismo (era el momento del Concilio Vaticano II, de una inestabilidad política y gubernamental propiciada por demócratas cristianos y comunistas, de un liberacionismo que se abría paso con dificultades), Fellini venía escudriñando aspectos sociales pero también íntimos y pasionales de la naturaleza humana, de modo tal que una película cuya protagonista en cierta manera se autorrepresentaba era otra apuesta de fundir lo real con lo ficcional. El resultado no fue probablemente el esperado en cuanto a un arrobamiento narrativo y visual similar al de Ocho y medio (por lo demás habría sido utópico que así fuera después de una obra como esa) y a un impacto cultural de considerable envergadura. Sin embargo, Fellini daba otro paso adelante en la consolidación de esa estética audiovisual por la que es tan reconocido. De ahí que su siguiente aventura será otro ejercicio de imaginación desbordante influido por la cultura pop y la revolución sexual del momento: Satiricón (1969), su versión de la obra del autor latino Petronio, considerada la primera novela picaresca en Europa; una forma de unir lo clásico con lo moderno y representar la sexualidad desinhibida de la Roma imperial. Así, Fellini se había devuelto en el tiempo para rendir otro homenaje a su ciudad adoptiva. El tributo a esta maravillosa ciudad se cerrará con su documental Roma, de 1972. Para su siguiente película decide rendir otro homenaje, esta vez a la ciudad donde había nacido, Rímini, la cual tituló Amarcord (1973), que traduce “yo recuerdo”, otra experiencia autobiográfica secundada por una galería de memorables personajes, particularmente femeninos, en plena Italia mussoliniana, como la Gradisca y la Volpina, que provocan las fantasías sexuales de Titta, el adolescente mediante el cual Fellini se representa. Tremendamente evocadora, hilarante, es también otra reflexión sobre el cinematógrafo, a través del cine de pueblo en el que transcurre una parte importante de la vida de los lugareños. Fellini vuelve a alterar el espectro narrativo aristotélico al hacer de su relato una sucesión de recuerdos. A su vez, Woody Allen rendirá su homenaje a Fellini y a esta película en particular con Días de radio, de 1987.


Cartel de Amarcord 
Imagen: http://www.aiete.net/wp-content/uploads/2017/04/amarcord.jpg


No muy afortunada, en mi opinión, fue su recreación de Giovanni Giacomo Casanova en Il Casanova di Federico Fellini (1976), que me parece muy densa y pretenciosa, aunque visualmente interesante. Su interés por un personaje y un mundo dieciochescos coincidió, a mediados de los setenta, con Stanley Kubrick, que había rodado su espléndida Barry Lyndon. En cambio, sin mayores pretensiones y tiempos, su sobria Ensayo de orquesta (1977) resulta más entrañable, sugerente y divertida. Fellini se ubica en el momento actual, aunque no es ése precisamente el mérito de esta obra, y logra ser más efectivo con un breve relato que es como un largo sketch sobre los líos de una orquesta sinfónica, con un desenlace completamente inesperado.

El fin

Quisiera por último mencionar el que en mi opinión es su último trabajo importante: Y la nave va, de 1983. Fellini vuelve a su cine suntuoso y épico y nos cuenta una historia de viaje náutico que transcurre poco antes del estallido de la primera guerra mundial. En ese transatlántico se reúnen personajes de los países que participarán en la confrontación, incluido un grupo de refugiados serbios que se unirán al crucero y desencadenarán aquí otra tragedia, la del hundimiento del propio barco, justo dos años después de la del Titanic, cuyo septuagésimo aniversario se acababa de celebrar cuando Fellini rodó su película. De tal manera que puede ser éste un homenaje, como lo es, una vez más, al cine cuando Fellini decide, en una de las secuencias finales, mostrar esta vez parte del trucaje (un mar de celofán, un dispositivo giratorio para los sets de los interiores del barco) y se muestra a sí mismo dirigiendo, mirando a través de una lente. Nos recuerda así que el cine es mentira, artificio e ilusión. Pero Fellini ha querido también realizar una metáfora, pienso, del final absolutamente trágico (reinventado por él de un modo tragicómico y exquisitamente irónico) de una época en Europa, la del dominio aristocrático que se batirá luego en los campos de batalla, que ya se había iniciado en el siglo anterior y peleará sus restos en la primera guerra mundial. Así es que ese acto de armar un viaje marino para arrojar las cenizas de una famosa cantante de ópera en su isla natal, que es el motivo que convoca a todos los personajes, es un poco eso: la vieja, aristocrática y decadente Europa (el barco) a punto de desmoronarse, esparce sus cenizas al viento antes de que se inicie el arrasamiento definitivo.

El inefable maestro italiano nos dejó el 31 de octubre de 1993. Sus memorias cinéticas viven en todos los que lo amamos.                                   




[1] María Fernanda Arias O., Historia (s) del cine, Bogotá, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la UNAD, p. 129.
[2] Ibíd., p. 130.
[3] Ibíd., p. 131.