jueves, 28 de noviembre de 2013

LA FOTO DEL “CHE”. ¿UNA IMAGEN VALE MÁS QUE MIL PALABRAS?

Fotografía original de Alberto Díaz "Korda" titulada Guerrillero Heroico (1960)
Original de la foto tomada por Alberto Korda. 

“Estaba a 8 o 10 metros de la tribuna donde hablaba Fidel y tenía una cámara de lente semi-telefoto, cuando me percato que el Che se acerca a la baranda, donde estaban Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. El Che se había mantenido en un segundo plano. Se acerca a mirar el río de gente. Lo tengo en el objetivo, tiro uno y luego otro negativo, y en ese momento el Che se retira. Todo ocurrió en medio minuto”.[i] Así recordaba el fotógrafo cubano Alberto Korda (1928-2001) los instantes previos a su histórico registro fotográfico que la galería vienesa Westlicht subastó el pasado 23 de noviembre junto a otro retrato original de Ernesto “Che” Guevara tomado por el fotógrafo suizo René Burri. La foto de Korda, cuyo nombre de pila era Alberto Díaz Gutiérrez, fue subastada por 7.200 euros (9.600 dólares) y es de lejos la más conocida, divulgada y reproducida de cuantas se le tomaron en vida al guerrillero argentino-cubano. Digo en vida porque también se le tomaron fotos estando ya muerto, es decir, tras su ejecución en Bolivia en octubre de 1967. Digo poco: no sólo es la más conocida imagen del Che sino la fotografía más reproducida de la historia, lo que la convierte en el retrato más famoso del siglo veinte. La foto de Burri, por su parte, que muestra al Che fumando un habano, fue vendida en 4.800 euros (6.450 dólares) y no corrió con la misma suerte de la de Korda, que ha sido usada en todos los formatos y en los más diversos e inverosímiles productos. Ni la imagen de Jesucristo habrá sido tan reproducida y vendida. Ni la de los Beatles, que según John Lennon eran más famosos que Cristo.  
       
Korda junto a su famosa foto del Che
Alberto Korda posa junto a la famosa imagen. Foto: AP. 

El momento

Era el 5 de marzo de 1960 durante el sepelio de las víctimas del atentado al  barco La Coubre anclado en La Habana, presumiblemente orquestado por la CIA. Alberto Korda había sido fotógrafo de modas (se dice que fue el creador de la fotografía de modas en Cuba) y para entonces era reportero gráfico del periódico Revolución. Por aquellos días, además, se encontraban de visita en Cuba el filósofo Jean Paul Sartre y su compañera, la también filósofa y escritora Simone de Beauvoir, con la expectativa de presenciar el experimento comunista que se desarrollaba en una isla del Caribe. El Che se reunió con ellos.

Medio minuto le bastó a Korda crear uno de los mayores objetos de culto del siglo veinte, con el cual él mismo pasaría a la historia. Durante siete años, sin embargo, la foto estuvo archivada. Revolución no la publicó en su momento como parte del registro del sepelio colectivo de 1960, en el cual, por cierto, fue cuando Fidel Castro pronunció por primera vez la frase “patria o muerte, venceremos”.

El éxito 

Fue el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli quien la hizo famosa mundialmente. Interesado en el diario que el Che había escrito durante su malograda aventura guerrillera en Bolivia, Feltrinelli visita Cuba, adquiere los derechos del diario para publicarlo en Italia, va al estudio de Korda y recibe de sus manos dos copias de la foto con el fin de ilustrar el libro. Korda la ha titulado El guerrillero heroico. En efecto Feltrinelli la usa en la edición del libro; pero, además, imprime un póster de un metro por setenta con la fotografía. La imagen se convertirá en un ícono de la época y la traspasará: aparecerá en el mayo francés de 1968, en las manifestaciones estudiantiles y obreras, en las movilizaciones populares de ayer y de hoy, en todo tipo de impresos, en camisetas y en infinidad de artículos de consumo. Se dice que sólo Feltrinelli terminó vendiendo un millón de copias del póster en apenas seis meses, como si se tratara de una superestrella del rock o el fútbol.  

¿Gloria o derrota?

Los 9.600 dólares pagados por el original de esta mítica fotografía no son nada ante las multimillonarias divisas que ha generado. Y no lo son, sobre todo, ante su impagable valor histórico y cultural. Por supuesto Korda, militante comunista hasta su muerte, no fue el principal beneficiario del inaudito éxito alcanzado por su fotografía. La desmesurada reproductibilidad que ha tenido como imagen fue algo que se le escapó completamente de las manos. De hecho, prefirió renunciar a sus derechos porque quería ser fiel a los principios revolucionarios del hombre que retrató y a los suyos propios. Sólo en una ocasión, cuando la imagen fue usada en una marca de vodka, interpuso una demanda. “Apoyo los ideales por los que murió Che Guevara, no me opongo a que reproduzcan su imagen quienes quieren propagar su memoria y la causa de la justicia social en el mundo, pero sí estoy en contra de la explotación de su imagen para la promoción de productos como el alcohol”,[ii] dijo. Meses antes de su muerte ganó la demanda. El dinero que obtuvo -50.000 dólares- lo donó al estado cubano para la compra de medicamentos para los niños.  

Frente al ciclo imparable de reproductibilidad de una imagen que ha dado para todo, hay quienes la ven como parte del fracaso de un hombre que luchó por la revolución comunista en Cuba y quiso extenderla allende sus fronteras, pagando con su vida por esos ideales. La leyenda acaso empieza con la exhibición del cadáver del Che, que fue fotografiado y filmado para ser presentado a la prensa y al mundo: el pelo y la barba largas, los ojos abiertos, flaco, con el torso desnudo, descalzo, los pantalones hasta las rodillas. No tardó en hacerse la conexión visual con figuras de la pintura universal (La lección de anatomía, de Rembrandt, El Cristo muerto, de Mantegna) y de la imaginería cristiana. El Che se había convertido en el mártir romántico y mesiánico de América Latina: el prototipo del guerrillero que lucha por una causa que juzga transnacional, aunque termine aplastado por el totalitarismo que combate. Uno de los libros sobre su vida se titulará El Cristo Rojo, del periodista francés Alain Ammar. Había nacido el Che como símbolo del rebelde moderno, como héroe de millones de seres, en su mayoría jóvenes, a lo largo y ancho del mundo. Pero, ese símbolo heroico, contestatario y contra-hegemónico que identificaba a los inconformes y rebeldes del denominado Tercer Mundo cohabita con otro que es el de un guerrero, político y revolucionario fracasado. Un antihéroe, dirán algunos; un falso héroe, dirán otros.

El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, que apoyó la revolución en un comienzo y luego terminó exiliándose en Londres, decía que el Che sufrió una doble derrota: primero con su diezmada guerrilla boliviana (Guevara, entre otras cosas, no logró apoyo de los campesinos o de las llamadas bases populares); segundo, ante su mayor enemigo, el capitalismo que hizo de su imagen una lucrativa mercancía. Eso lo haría un personaje histórico fracasado por partida doble. Pero hay quienes encuentran en ese esnobismo alrededor de su imagen, más allá de sus desaciertos políticos y sediciosos (también combatió en África en la guerrilla del Congo), una significativa manera de difundir la imagen de un revolucionario tercermundista, a pesar de que muchos de los que compran su efigie estampada en algún producto no tengan la menor idea de quién fue ese hombre. A los valores históricos de la imagen se aúnan los estéticos, culturales y ciertamente económicos como artículo de consumo masivo. En otras palabras, a su valor histórico se añade un valor de cambio que lo ha hecho uno de los íconos más comerciales y populares de la historia. 

 Che Fríjol, 2000.  Obra de Vik Muniz. 

Habría que preguntarse qué tiene esta imagen para ser tan atrayente, para que gente famosa y anónima la porte, por ejemplo, como un tatuaje, como sucede también con otros íconos. ¿Qué tiene, en fin, para tener tanta circulación en todo el mundo? Es decir, además de los descontados atractivos físicos y fotogénicos del retratado y de las calidades del fotógrafo. Se ha dicho y escrito tanto al respecto: que en ese rostro y en esa mirada están la indignación ante el bárbaro hecho contra el buque fondeado en La Habana; la indignación viva ante la injusticia social en general; que Korda intuyó la grandeza de la foto para la posteridad; que ella expresa, como ninguna otra, el altruismo del personaje; que es como la imagen histriónica y carismática de un personaje mundial en su mejor momento; que conecta rápida y entrañablemente con la gente; que su mirada es comparable a la de la Mona Lisa de Leonardo; que invita a gente del arte a trabajar sobre ella (como el brasileño Vik Muniz, que realizó una curiosa réplica del rostro utilizando un potaje de frijoles enlatados y luego lo fotografió); que es la imagen antológica del mártir revolucionario latinoamericano per se; que parece ser la figura de un ídolo del deporte o el mundo del entretenimiento; que sintetiza el radicalismo de las estéticas e ideologías engendradas en América Latina  (muralismo mexicano, antropofagia brasileña, teoría de la dependencia, cinema novo, boom literario, nueva canción, pedagogía y teatro del oprimido, teología de la liberación...). Y así. Ese rostro legendario tiene tantas lecturas como reproducciones y usos ha tenido.

Por lo pronto, quisiera repetir con el escritor cubano Iván de la Nuez que, efectivamente, “símbolo y síntesis, aquél fue también un rostro proyectado sobre un puente. Al igual que el cuerpo ardiendo de Giordano Bruno, que se plantó como una antorcha entre el medioevo y el mundo del Renacimiento, la pieza fotográfica de Korda fue un producto cultural a caballo entre la utopía moderna de una revolución mundial que no pudo ser y la realidad posmoderna de esa revolución que, por imposible, no ha quedado otro remedio que estetizarla”.[iii]

El rostro del hambre

Siendo el arte uno de los territorios que mejor logra resignificar una imagen, una palabra o un sonido conocidos, el nuevo rostro del Che que representó Viz Muniz es un interesante ejercicio de desmitificación de la imagen-fetiche del Che. Muniz realiza una doble operación. Primero emplea un alimento industrial de consumo masivo como son los frijoles enlatados para re-hacer los rasgos del Che a partir de la foto de Korda: recurre, por tanto, a un producto de mercado como material preliminar de trabajo, equiparando el acto de masificación del cual la propia imagen ha sido objeto. La pregunta que cabe hacerse es por qué un alimento para tratar la imagen. ¿Tiene que ver con el hambre que aun y dramáticamente sacude a nuestro subcontinente? Y segundo, Muniz emplea el mismo soporte que usó Korda para retratar a Guevara, la fotografía, sólo que esta vez ya no es un ser de carne y hueso el retratado sino un extraño dibujo a base de un potaje de frijol. Titula su fotografía Che Frijol. Este volver a hacer el rostro del Che nos muestra menos al guerrillero heroico que a un continente con hambre. O lo que escondía el rostro más reproducido del mundo y que nadie hasta entonces había querido mostrar. ¿Un acto de contra-representación? 
  
Todo pareciera indicar que la célebre y controvertida imagen del Che ya no está para decir lo que hay que hacer o preguntar “al mundo por qué y por qué”, como dice la canción de Serrat, sino para escuchar: "El primer rostro del Che dictaba, hablaba. El segundo rostro del Che no es tan importante por lo que pueda decirnos, sino por su capacidad para escuchar las cosas que los latinoamericanos tengan que decirle a él". [iv]





[i] Alberto Díaz “Korda”, citado por Mireya Castañeda en “La más famosa foto del Che”, en http://www.granma.cu/che/korda.html.
[ii] Alberto Díaz “Korda”, citado en La Nación, “Subastan la foto mítica del Che Guevara”, en http://www.lanacion.com.ar/1640994-subastan-la-mitica-foto-del-che-guevara.   
[iii] Iván de la Nuez, “Por una imagen que escuche”, en Trisha Ziff, comp., ¡Che! Revolución y mercado, Barcelona, Instituto de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona / Turner, 2007, p. 4.
[iv] Ibíd., p. 5.

lunes, 11 de noviembre de 2013

CUANDO LOS POETAS SON IRRESISTIBLEMENTE INCÓMODOS. EL CASO PASOLINI

“¿Por qué realizar una obra cuando es mucho más bello soñarla solamente?”
Pier Paolo Pasolini en El Decamerón


Pasolini como el pintor discípulo de Giotto en El Decamerón 

Roma, entre el 1 y 2 de noviembre de 1975. Pier Paolo Pasolini, el afamado cineasta y escritor italiano, conduce su Alfa Romeo por los alrededores de la Estación Termini. Es la noche del 1 de noviembre. No tarda en encontrar un taxi-boy, entre los muchos que frecuentan la zona, un joven de 17 años. Cenan en un restaurante y se dirigen a Ostia, un balneario cercano a Roma. Pasolini había recibido un mensaje para recuperar los negativos de Saló o los 120 días de Sodoma (la película que había filmado ese año), robados presumiblemente por un grupo de extrema derecha, y era en ese lugar donde se los devolverían. De repente tres hombres encapuchados aparecen, agreden al muchacho y luego atacan al director, le gritan “sucio comunista”, “sinvergüenza”, “maricón”, lo apalean inmisericordemente y con su Alfa Romeo le pasan por encima y consuman el crimen. Los hombres abandonan el auto y huyen. Pelosi (así se apellida el joven) sube al auto horrorizado y se aleja del lugar. En la mañana del 2 de noviembre el cadáver de Pasolini es encontrado en un descampado de Ostia, horriblemente masacrado. Horas antes Pelosi había sido detenido por la policía cuando conducía el auto del cineasta. En los interrogatorios cuenta otra versión: dice que Pasolini lo estaba forzando a tener sexo con él, que hubo una pelea entre ambos, que tomó el auto para huir y pasó por encima del cineasta que ya estaba tendido en el suelo. El joven, en su condición de menor de edad, es condenado a nueve años de prisión.

Treinta y ocho años después el infame crimen de Pier Paolo Pasolini continúa en la impunidad pese a que la versión oficial fue cuestionada desde un principio por importantes personalidades como la periodista Oriana Fallacci, amiga del cineasta, así como a las posteriores investigaciones adelantadas por otros y al testimonio que, finalmente, el propio Pelosi dio en 2005 en un programa televisivo afirmando que era inocente, que recibió amenazas contra su vida y la de su familia si revelaba cómo sucedieron las cosas. Muchos sostienen hasta el día de hoy que el de Pasolini fue un crimen de Estado. Pasolini se hizo de enemigos desde cuando fue expulsado del Partido Comunista Italiano en 1949 debido a su homosexualidad; enfrentó juicios por algunos de sus libros y filmes; en sus últimos años de vida fue columnista de Il Corriere de la Sera, el diario más importante de Italia, escribiendo, entre otros, virulentos artículos contra la Democracia Cristiana. Era un crítico radical de todo sistema totalitario.  

Datos que han sido acopiados en los últimos años precisarían la hipótesis del crimen político. Pasolini estaba escribiendo un libro titulado Petróleo, en el cual investigaba, entre otras cosas, la muerte de Enrico Mattei, presidente de la petrolera estatal ENI, en un presunto accidente aéreo. El libro se publicó póstumamente en 1992, incompleto, pues el capítulo sobre la muerte de Mattei se encontraba aparentemente extraviado, hasta que en 2010 un senador del partido del ex primer ministro Berlusconi aseguró poseerlo. Se trataba de Marcello De’ll Utri, fundador del partido Forza Italia, condenado a prisión por nexos con la mafia, quien, aunque no reveló el contenido del texto, dejó entrever lo que ya se decía e investigaba desde décadas atrás y que Pasolini sabía y quería denunciar: Mattei fue víctima mortal de un complot político internacional pues no sólo tenía poderosos enemigos en Italia sino fuera del país. Pasolini no estaba solo en su investigación: el polémico periodista Mauro De Mauro también había investigado el caso; en 1970 desapareció y su cadáver nunca fue encontrado. Para algunos investigadores es inevitable no hacer la conexión entre ambos asesinatos. El libro de Pasolini era otra bomba, como lo eran sus películas y sus escritos, cuyas consecuencias eran difíciles de prever. Tal vez, como en ningún otro momento de su carrera, el cineasta boloñés estaba literalmente enfrentando al poder. Lo estaba mirando directamente a los ojos con un libro y una película letales. Y era difícil resistir esa mirada y esa pluma demoledoras. Pasolini sabía que el cuerpo es el lugar predilecto de intervención del poder. Lo mostró en sus películas, sobre todo en Saló, su más feroz ataque contra el Establecimiento. De ahí que si hubo unos autores intelectuales de su asesinato, estos tuvieran claro que ese cuerpo tenía que morir así, como en esa orgía de sadismo y muerte que es Saló. No bastaba un disparo a la cabeza.

Entre los interrogantes que rodean el asesinato de Pasolini habría que destacar justamente el que lo desencadenó: ¿por qué se dirigió precisamente a Ostia la noche del 1 de noviembre? Él había recibido la llamada de un extraño que lo invitaba a ir hasta allá para recoger los negativos originales de la película esa noche, así es que su motivación principal era esa. ¿Fue, por lo tanto, víctima de un engaño que acabó atrozmente con su vida?

Obra de vida, vida de obra

Pasolini conocía en carne propia la represión. Había nacido en Bolonia (ciudad tradicionalmente de izquierda) en 1922. Su padre era un militar fascista. Vivió su infancia y adolescencia bajo la dictadura de Mussolini. Fue reclutado por el ejército italiano y enviado al frente pero logró escapar. Perdió a su único hermano, que se había unido a la resistencia partisana, al final de la segunda guerra mundial. Sufrió los duros años de la postguerra. Estudió letras en la Universidad de Bolonia. Trabajo como profesor. Profundizó en el marxismo y, a pesar de sus convicciones izquierdistas, descreyó siempre de los partidos de izquierda: era un marxista, si cabe decirlo, independiente y solitario, nunca dogmático. Fue un duro crítico de la izquierda institucional y, por otra parte, tenía más esperanza en los grupos campesinos y en los marginales urbanos que en las clases obreras. Escribió siempre: poesía, novela, ensayo, dramas, guiones, artículos. Fue un escéptico frente a las revoluciones sociales y culturales. Incursionó en el cine. Y escandalizó. “Escandalizar es un derecho, como ser escandalizados es un placer, mientras que quien rechaza el placer de ser escandalizado es un moralista”, dijo en su última entrevista televisiva días antes de ser asesinado. 

Afiche de Teorema

Sus primeras películas son de corte neorrealista y se sitúan en un mundo urbano, marginal y violento: Accatone (1961) y Mamma Roma (1962). Anteriormente había colaborado con Fellini en Las noches de Cabiria. En La Pasión según san Mateo (1964) Pasolini reconoce la impronta del catolicismo en la cultura popular, interesándose por la figura de Cristo como un mito épico y lírico de connotaciones políticas marxistas. En 1967 inicia su personal indagación de los clásicos con Edipo Rey, la que proseguirá con Medea (1970), El Decamerón (1971), Los Cuentos de Canterbury (1972) y que culminará con Las mil y una noches (1974). Siendo éste un período particularmente crítico frente a la burguesía en ciertas obras de varios directores europeos como Buñuel, Godard o Losey (estadounidense afincado en Inglaterra), o Visconti, Antonioni y Ferreri, entre otros, Pasolini inicia su arremetida de los valores burgueses con Teorema (1968) a través de la ambigua relación entre los miembros de una familia acomodada y un joven forastero que llega de visita a su casa y seduce a todos, incluyendo a la empleada, trastocando completamente sus vidas.

Escena de Saló o los 120 días de Sodoma

Saló, que Pasolini no pudo ver estrenada, es su visión más pesimista, brutal y cruda de la condición humana. Si en El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches los cuerpos celebran la vida (Pasolini decía que constituían su trilogía de la vida), en Saló señalan un escabroso camino que conduce a su aniquilación. Para construir esa metáfora de la enfermiza relación entre poder y sumisión, Pasolini tomó una novela del Marqués de Sade, Los 120 días de Sodoma, los círculos dantescos y un hecho del cual fue testigo: la instauración de la República de Saló (1943-1945) por Mussolini en el norte de Italia. El cuerpo como escenario de las peores humillaciones, vejaciones y castigos, como objeto del mayor desprecio imaginable. La decadencia absoluta de los poderes, representados en la película por un presidente, un duque, un magistrado y un obispo. A su vez el relato muestra cuatro círculos: una antesala del Infierno, un círculo de las pasiones, un círculo de mierda y un círculo de sangre. Pasolini sabía bien de qué estaba hablando y que el espectador podía hacer todo tipo de asociaciones, no sólo con el pasado (la Inquisición, el fascismo, el nazismo...) sino, y ante todo, con el presente. Una escatológica obra de arte. Y una prueba de resistencia para cualquier espectador. Hace poco intenté verla nuevamente. No pude. En mi memoria permanece como la más perturbadora película que haya visto en toda mi vida.

De Pasolini puede decirse algo que Luis Buñuel dijo una vez de García Lorca: que la obra era él mismo. O que su vida se fundió magistral y trágicamente con su obra.     

viernes, 1 de noviembre de 2013

LOU REED, POETA MALDITO DEL ROCK

Imagen: 

El rock ha sobrevivido seis décadas. En sus comienzos, cuando no era más que música negra bailable tocada por negros y eventualmente por blancos, no se le auguró ninguna perdurabilidad. Fue ferozmente rechazado por una Norteamérica blanca, adulta, heterosexual, conservadora y puritana. "El rey” Elvis Presley, blanco sureño que se había atrevido a cantar y a moverse como negro en el escenario, pronto fue llamado a prestar servicio militar lejos de su país durante dos años, con lo cual el nuevo, rebelde y juvenil ritmo se quedaba sin su mayor ícono. Otros como Jerry Lee Lewis (conocido como “el asesino” por su forma de tocar el piano, cantar y hacer sus shows) y el genial Chuck Berry, el primer gran guitarrista y compositor de rock and roll, se vieron envueltos en líos judiciales que los alejaron de los escenarios y las grabaciones (Berry fue a prisión en 1959), y para acabar de completar el jovencísimo y prometedor Buddy Holly murió en un accidente aéreo. El rock and roll parecía acabado. Pero en los sesenta surgiría una brillante generación de rockeros a ambos lados del Atlántico que le dieron lo que necesitaba para revitalizarse y ser mucho más que música de baile. Bob Dylan lo llenó de poesía, letras elaboradas y un carácter político. Los Beatles le dieron otras armonías y sonoridades. Los Rolling Stones definieron su identidad con un primitivismo, una fuerza y una energía dionisiacas. Jimi Hendrix le dio un virtuosismo y una capacidad de improvisación cercanas al jazz. Pink Floyd, un sonido progresivo, conceptual y artístico (el art rock). Pero fue un neoyorkino el primero que le dio, si cabe decirlo, honestidad al abordar abiertamente en su obra temas como la sexualidad, la muerte y las drogas: Lou Reed, que murió el pasado 27 de octubre a los 71 años. 

Reed -cuyo nombre de pila era Lewis Allen Reed- fue uno de los fundadores, en 1964, de una banda neoyorkina que llamaría la atención de Andy Warhol, que sería su mánager por un tiempo, y que adoptaría el nombre de The Velvet Underground. En 1966 grabaron su primer álbum, titulado The Velvet Underground and Nico, nombre que por aquel entonces tenía la banda debido a la incorporación, por imposición de Warhol, de la modelo alemana Nico (figura de la célebre Factory warholiniana) como vocalista junto a Reed. Ninguna disquera quería editar un álbum que hablara con crudeza (y no en un lenguaje figurado) de drogas y sexo. Hablar de amor y paz era más seguro y rentable, pero Warhol logró que una disquera corriera el riesgo y lanzara el álbum en 1967, año de la psicodelia y el verano hippie del amor. Además del descarnado contenido de sus letras el disco era vanguardista (innovadores arreglos y experimentación sonora, ruidos, distorsiones, otros modos de tocar) y esto tardaría en ser reconocido. Warhol diseñó la carátula y figuró como productor, aunque en realidad no produjo ninguna de las once canciones. Con el poder que ya tenía dentro de la banda, Reed despidió tanto a Warhol como a Nico. El álbum fue un fracaso en ventas y las estaciones de radio se resistían a difundirlo por la temática de sus canciones. Hoy es considerado uno de los mejores álbumes de todos los tiempos. La corta carrera de Reed con los Velvet dejó otros álbumes memorables como White light/White heat (1968), The Velvet Underground (1969) y Loaded (1970). Sin embargo Reed había propiciado la salida de la banda de uno de sus pilares, John Cale, que era un músico de conservatorio. Según parece fue una cuestión de ego y liderazgo: Reed quería ser el motor de la banda.

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Reed (tercero de izq. a der.) en los días de The Velvet Underground 

Reed abandonó The Velvet Underground en 1970. En su carrera como solista siguió explorando el lado oscuro de la naturaleza humana y, por otro lado, el mundo sonoro. Tras grabar importantes trabajos como el provocador Transformer (1972, producido por David Bowie en un estilo glam rock), con letras incisivas que hablaban, entre otras cosas, de prostitución y drogas, pese a lo cual se convirtió en su mayor éxito, volvió a la carga con un álbum demoledor que irritó a muchos, incluso a la crítica establecida, por su turbulento contenido: Berlín (1973), obra conceptual y algo cercana al rock sinfónico que volvía sobre el tema de las adicciones a las drogas duras y narraba un suicidio. Exasperó luego con un álbum netamente experimental: Metal music machine (1975), hora y media de ruidos, efectos e instrumentos distorsionados, sin letras ni voces. Una suerte de instalación sonora en un momento de álgida experimentación en el arte contemporáneo; un antecedente del rock industrial de décadas posteriores; un trabajo marginal e intocable que era como una patada al estómago de la misma industria musical, más allá del desquite que Reed quería tomarse de su disquera, RCA, que estaba a punto de abandonar.

Reed fue un músico y compositor prolífico que además del cuidado que le confería a sus letras siempre se mantuvo interesado por los estilos y los géneros, tanto musicales como literarios y escénicos. Además de rock and roll imbricó en su obra otros registros como el pop, el jazz, el funk, la música clásica o la new age; y en sus letras supo tomar elementos de poesía, novela y teatro. Quería contar historias que fastidiaran a muchos y pusieran a pensar a otros. De su delirante y alucinógena etapa se destaca también su álbum The bells (1979). Se cuenta que a comienzos de los ochenta Reed logró superar su dependencia del alcohol y las drogas. En esa nueva etapa grabó trabajos de gran calidad como The Blue Mask (1982), New York (1989, uno de sus más logrados álbumes) y Songs for Drella (1990, sobre la vida de Andy Warhol, que hizo junto a su ex socio de Velvet John Cale). Su experimentación y vanguardismo retornó en obras como Hudson River wind meditations (2007, álbum instrumental de relajación, cuando ya era un practicante del Tai Chi), The creation of the universe (2008) y Lulú (2011, grabada con Metallica, la banda de trash metal), su último álbum, inspirado en una truculenta obra teatral.

En su ciudad natal
Reed en un concierto en Nueva York en 2007

Así, pues, Lou Reed deja al mundo una vasta obra que cubre cinco décadas de música, crisis y cambios a todo nivel, en su propia vida y en la de la humanidad. Él había sido uno de los sobrevivientes de una generación que lo probó y vivió todo. Queda una obra musical que recorre los caminos de Eros y Tánatos al estilo de un poeta y cronista insobornable del rock y de la vida. La resonancia mundial que ha tenido su deceso demuestra, por otra parte, la vitalidad del rock pese a que muchos de sus forjadores murieron prematuramente (Hendrix, Joplin, Morrison, Presley, Lennon…). Larga vida al rock. Y muchas gracias Lou.