sábado, 20 de julio de 2013

VENTURAS DEL NUEVO CINE COLOMBIANO

Transcurridos diez años de promulgada la Ley de Cine (ley 814 de 2003), los medios y muchos trabajadores del cine han hecho sus balances críticos sobre el devenir del cine en Colombia durante este período. Ciertamente la ley ha permitido que la producción y estreno anual de filmes colombianos, o en régimen de coproducción, deje de ser una rareza: de un promedio de cuatro películas que se estrenaban anualmente antes de promulgarse la ley, año tras año el número ha ido en aumento hasta llegar al histórico de veintitrés del año anterior; en ningún otro período se ha producido tanto cine como en éste. Pero, más allá de todo lo que haya que corregir y mejorar en una práctica que ya es vista como una industria (cultural), así sea todavía incipiente, tanto en lo concerniente a la financiación de los proyectos, los índices de publicidad, circulación y espectadores (desiguales entre las películas que se estrenan cada año y que favorecen más a las comerciales) y la formación de públicos, habría que preguntarse también si la ley ha facilitado la construcción de una cinematografía nacional o su consolidación como tal.

Como sucede cuando una forma artística aun no está arraigada en un país, se hace necesario quizás que un autor, o grupo de autores, representen lo local y lo nacional primero, en toda su amplitud, complejidad y diversidad, antes de abordar lo universal, que suele también llamarse internacional. Ocurre, sin embargo, que desde lo local o regional se llega a lo mundial -en términos de categoría cultural, no territorial- a través de ciertas obras y artistas. Aunque se haya vuelto un lugar común hacerlo, menciono el caso, en la narrativa, de García Márquez y su invención de Macondo, que, si bien tiene un referente cultural y geográfico preciso en Colombia, no se queda ahí y llega a ser nacional, continental e internacional; o el de Aurelio Arturo en una poesía que también tiene una génesis y entorno regional concreto, cuyo tratamiento, sin embargo, está hecho de elementos simbolistas y surrealistas y, en cualquier caso, le canta a un paisaje natural y humano profundo, que así como está en los andes sureños colombianos puede estar en muchos lugares de la tierra. Y desde las artes plásticas cómo no citar la obra de Beatriz González en esa aventura de narrar lo local: la misma artista se definía en cierta ocasión como una pintora de provincia, a pesar de las resonancias internacionales de su trabajo, de sus constantes alegorías y referencias al arte plástico europeo. En cuanto al cine, la pregunta es si el colombiano -pese a que algunos consideren una falacia hablar de un cine nacional o continental- está narrando diversamente lo que es el país y, en esa medida, encontrando desde ahí lo universal de sus relatos y arquetipos.

Marciano Martínez en Los viajes del viento

Se me dirá que el cine en Colombia viene haciendo eso desde, por ejemplo, Bajo el cielo antioqueño, película de los años veinte. O que la problemática de nuestras violencias se ha tratado hasta la saciedad, y que eso entronca con lo humano de las guerras y conflictos bélicos de todas partes. No obstante, pienso que  es justamente en estos diez últimos años que hemos visto emerger una Colombia profunda en el cine, que es posiblemente la que más cerca está, pese a su marginalidad, del relato nacional que se universaliza e internacionaliza. La sombra del caminante (2004), ópera prima de Ciro Guerra, es la película que, en mi opinión, inicia otro modo de representar nuestra tragedia nacional. El espectador no ve guerrilleros, ni soldados, ni paramilitares, ni combates y masacres: sólo el encuentro casual entre la víctima y el victimario, y a partir de ahí un relato íntimo, dramáticamente poético -y perdón si acaso soy redundante- de dos seres que sobreviven en la ciudad capital, que intentan rehacer sus vidas y olvidar sus pasados, que rozan la amistad, aunque uno de ellos finalmente sucumba y no precisamente por venganza. Esos rostros del conflicto, abordados de esa manera, no se habían visto en el cine colombiano. En el siguiente largometraje de Ciro Guerra, Los viajes del viento (2009), un acordeonero recorre la región del Cesar, atravesando otros departamentos costeños hasta llegar a la Guajira para devolverle a su maestro el acordeón; un periplo musical, regional, territorial (una road movie pero a lomo de burro) e incluso ancestral, en el cual su protagonista se bate a duelo con otros acordeoneros y juglares vallenatos y conoce a un muchacho que quiere seguir sus pasos. A pesar de la temática y la música, el ritmo de narración es más europeo que latino: su lentitud contrasta con los personajes y el vibrante y cálido entorno natural.

Víctor Gaviria había explorado la mirada naturalista de los conflictos, inventando una suerte de neorrealismo colombiano a partir de hechos sociales concretos (sicariato, delincuencia, drogadicción, permeabilidad social del negocio de las drogas ilegales) que giran en torno al narcotráfico en Medellín, a través de un intenso tríptico. Justamente en la película que cierra su ciclo, Sumas y restas (2005) llega al estamento social más mediáticamente visible, el de los narcos, siempre con actores naturales y una crudeza narrativa que ha despertado adhesiones así como rechazos. Sin embargo, Gaviria no le apuesta a representar al gran capo: escoge un pequeño narco, de extracción popular, y otro principiante en el negocio, de una clase media alta, para construir un relato en el que finalmente todos pierden. Como en sus anteriores filmes.




Cerca de Medellín, en un pueblo antioqueño de la sierra, Carlos César Arbeláez narra otra historia de la guerra interna, desde la mirada de un grupo de niños cuya pelota de fútbol cae en un campo minado: Los colores de la montaña (2011). Sin caer en el recurso anticipable de representar lo evidente -la violencia gráfica y los actores del conflicto-, la película opta por otros personajes y situaciones -los niños de la escuela, su maestra, la cotidianidad de un pueblo-, que desde el pequeño relato -en el sentido de no caer en lo pretencioso- muestra cómo las vidas de los habitantes de ese poblado empiezan a cambiar dramáticamente a medida que la guerra avanza hasta ellos. Otro significativo aporte al planteamiento de otros modos de construir los relatos locales, son El vuelco del cangrejo (2010), de Oscar Ruiz Navia, y La Sirga (2012), de William Vega, realizadas en dos zonas geográficas y humanas radicalmente distintas, el pacífico y la cordillera.  En la primera, un extraño llega a un paraje marino con el propósito de hallar un pequeño bote que lo saque del país hacia un incierto o desconocido destino: la narración abierta que plantea el relato permite al espectador imaginar variadas conjeturas sobre la naturaleza, condición y propósitos del enigmático personaje. La Sirga es una película cuyo ritmo tiene la lentitud y cierto mutismo de la zona andina donde fue filmada. En ella resultan más evidentes las marcas del conflicto armado en sus personajes, aunque no se muestren ataques guerrilleros y escenas similares. Sin embargo, su presencia se siente como un inquietante telón de fondo, como un arsenal a punto de estallar. 

                   
Escena de Los colores de la montaña

Por otra parte están las películas que recurren al tema del mundo de la mafia, tan recurrente en nuestro cine y en el de otras cinematografías, pero más como un pretexto para contar historias que exploran el lado oscuro de la condición humana. Una de ellas es Perro come perro (2008), de Carlos Moreno, en la que el crimen organizado está ligado a otras prácticas como la brujería. De todas formas, conflicto armado, crimen organizado, delincuencia común y corrupción han sido motivos constantes que gradualmente han ido encontrando otras miradas y abordajes. Pero hay directores que claramente optan por otro tipo de temáticas. Es el caso de Harold Trompetero, que hábilmente se pasea por la comedia (Dios los cría y ellos se separan) y el drama (Violeta de mil colores, Riverside), capturando historias frescas, coloquiales y populares o de colombianos solitarios y marginales en una ciudad como Nueva York.

En cuanto a los géneros con menor distribución y exhibición, me parece justo destacar el  papel que ha jugado el documental en estos diez años, con títulos como Un tigre de papel (2007), el magnífico falso documental de Luis Ospina, que irónicamente construye un collage del devenir ideológico nacional e internacional -no por azar lo inicia con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán- durante la segunda mitad del siglo veinte (concretamente un período que va de 1948 a 1981), definido, como se sabe, por la violencia y la subversión internas y la Guerra Fría externa, y a través de un personaje de ficción que representa cierto izquierdismo ambivalente, contradictorio y derrotista que tanto marcó las vidas de miles de colombianos y latinoamericanos. Ospina, que esporádicamente ha dirigido obras de ficción, es de los directores que más ha contribuido al afianzamiento de este género en el país, ensayando siempre otras miradas de los relatos y los personajes.  Por otro lado, la animación también ha tenido un notable desarrollo pese a su escasa difusión.

Se puede afirmar, entonces, que el mayor apoyo estatal y privado al cine en Colombia en los últimos diez años no solamente ha elevado el número de estrenos de largos y corto metrajes y del público que ahora ve cine parcial o netamente colombiano (en su producción, claro está); también ha permitido que se busquen otras formas de narrar desde la ficción o la no ficción, y encontrar paulatinamente otros caminos e identidades que miren y muestren la complejidad y diversidad de un país como éste, en muchos casos con el carácter inquietante y expandido de la obra abierta que habrá de interrogar profusamente al espectador y perdurar en su memoria.  

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