lunes, 29 de julio de 2013

SOBRE UNA DRAMATURGIA FEMENINA EN LATINOAMÉRICA

ADÁN: Y es bueno que recuerdes, de una vez para siempre, que tu condición es absolutamente contingente.
EVA: Lo mismo que la tuya.
ADÁN: ¡Ah, no! Yo soy esencial. Sin mí, Dios no podría ser conocido ni reverenciado ni obedecido.
EVA: No me niegues que ese Dios del que hablas (y al que jamás he visto) es vanidoso: necesita un espejo. […]
ADÁN: Así que repite lo que te he enseñado. ¿Cómo te llamas?
EVA: ¿Cómo me llamas tú?
ADÁN: Eva.
EVA: Bueno. Ese es el seudónimo con el que voy a pasar a la historia. Pero mi nombre verdadero, con el que yo me llamo, ése no se lo diré a nadie. Y mucho menos a ti.[i]

     Este diálogo teatral está tomado de la obra El eterno femenino, de la escritora, dramaturga y periodista mexicana Rosario Castellanos (1925-1974), quien, al decir de Kati Röttger, “cita la escena originaria cristiana de la exclusión de la femineidad del sistema de la lengua y de la representación, pero la deforma al mismo tiempo quebrando la autoridad de la cognición de connotación masculina”.[ii] ¿A qué se debe, pues, la escasa visibilidad que aún tiene en Latinoamérica el teatro escrito por mujeres? ¿Por qué la dramaturgia femenina latinoamericana no ocupa la suficiente atención de la crítica, la academia, los investigadores teatrales y el público en general? Pese a todo, se puede constatar que la dramaturgia femenina ha tenido una destacada impronta y un desarrollo significativo en América Latina que, a propósito del feminismo, como lo sostiene Francesca Gargallo,
aparece como el lugar desde donde analizar toda la historia de los pensamientos feministas por ser, una vez más, un espacio in fieri, no terminado, donde el derecho de las mujeres a la diferencia debe encontrarse con su deber de construir la democracia, con su supuesto deber de fortalecer e incentivar la participación de las mujeres en las instancias de representación política básica.[iii] 
         
Rosario Castellanos. Retrato
   
      Rastrear los antecedentes del teatro femenino latinoamericano no es tarea fácil debido a la exigua información disponible. Y es que el teatro es un discurso predominantemente masculino tanto en su historia y su teoría, como en la literatura dramática (arte dramático), la crítica y la práctica misma. Más aún: la propia institución arte ha sido y es masculina, de ahí que sea necesario cuestionar, como lo hace la filósofa feminista Eli Bartra, a la misma
historia del arte, como estructura de estudio androcéntrica y clasista, desde la perspectiva del arte popular, tema que ha sido prácticamente ignorado por el feminismo. […] “No existen valores universales dentro del arte ni popular ni elitista. Los valores estéticos tienen que ver con el contexto cultural en el que se crean, las clases sociales y los géneros que producen las obras. Todo ello desempeña un papel en cuanto a la valoración estética.”[iv] 
      Habría que recordar, por ejemplo, que históricamente la exclusión de la mujer de la institución teatral llega hasta el teatro isabelino, en el que los personajes femeninos eran representados por actores. Puede afirmarse que en el teatro occidental recién se empieza a hablar de una dramaturgia femenina a partir del siglo XX, lo cual, como es obvio, no significa que no existiera desde siglos anteriores. Para el caso latinoamericano tres antecedentes importantes son Sor Juana Inés de la Cruz en el XVII, la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda y la peruana Clorinda Matto de Turner en el XIX, escritoras que, como aclara la pintora, escritora y dramaturga mexicana Marcela Del Río, “a pesar de su rebeldía frente a la condición de sojuzgamiento de la mujer, aceptaban los modelos dramáticos del marco teórico y del discurso dramático masculino, como para probar su dominio de tal modelización”.[v] Es precisamente en México donde se gesta y desarrolla una importante tradición de dramaturgas que cubre varias generaciones. Argentina es otro referente. A partir de la década del sesenta del XX, tan renovadora en todos los campos, se presenta un aumento enorme de escritoras teatrales latinoamericanas. Del Río destaca que “en muchos países de América el discurso dramático femenino no sólo ha estado a la vanguardia, sino que, en muchos casos, ha sido el que ha producido la renovación teatral”.[vi] No obstante, la contribución de las mujeres al teatro latinoamericano suele pasarse por alto. Por ello no resulta extraño que en numerosas antologías no figure ninguna dramaturga, lo que lleva a pensar a Del Río, con justa razón, que más bien se debería hablar de antologías de “teatro masculino contemporáneo”.[vii]
       Esta fobia patriarcal y androcéntrica sugiere dos cosas. En primer lugar la predominancia de un discurso estético teatral eurocentrista y europeizante, pues la mayoría de autores, críticos, directores y teóricos del teatro occidental son, además de hombres, europeos: desde el teatro clásico griego y Aristóteles (cuyas ideas sobre la “inferioridad” de la mujer son conocidas) y su Poética, pasando por el teatro del Renacimiento, la ópera y el drama burgués, hasta llegar a Ibsen, Stanislavski, Brecht, Artaud, Grotowski, Becket, Ionesco, Genet, Brook, Fo, Pinter y Müller, entre otros. En segundo lugar, la alteridad que implica, dentro de este estrecho margen, el discurso dramático propiamente femenino: “A la marginalidad dentro del marco estético europeizante se suma la del marco genérico de un discurso hegemónico masculino que ha minimizado la validez de su discurso, no sólo dramático, sino estético en general”.[viii]
    Una de las dramaturgas latinoamericanas más destacadas es la ya citada Rosario Castellanos, cuya obra El eterno femenino, de 1975, es una de las claves para la comprensión tanto del discurso dramático femenino latinoamericano como en general. “Rosario Castellanos acepta su identidad femenina”, [ix] dice Del Río, pero se rebela contra “las limitaciones que le impone a la mujer su entorno social”.[x] Otra visión de esta problemática la ofrece la dramaturga argentina Cristina Escofet, en obras como Solas en la madriguera, en la que “cuestiona su propia identidad femenina, rebelándose no sólo frente a su entorno social, sino ante su propia geografía corporal”.[xi] 
        Por otro lado, parece haberse ignorado que fue precisamente una mujer latinoamericana la que en la primera mitad del siglo XX se adelantó, en cierto modo, al mismísimo Bertolt Brecht en su concepción de un teatro épico, al menos en la práctica. Me refiero a la autora mexicana María Luisa Ocampo, quien escribe la obra El corrido de Juan Saavedra en 1929 -pieza crítica sobre la revolución mexicana-, años antes de que el dramaturgo y teórico alemán publicara sus célebres escritos sobre teatro épico y distanciamiento escénico:
Aun cuando Ocampo no escribe ningún discurso teórico sobre su teatro, ni habla del distanciamiento entre el espectador y los personajes, como lo hace Brecht, el conjunto de esas características produce el mismo efecto: romper la empatía del espectador y anular la catarsis. No deja de ser extraordinario el hecho de que en la misma época en que Brecht escribe sus textos, en México se esté produciendo un teatro con un pensamiento tan acusado, sin que haya la posibilidad de establecer una intertextualidad.[xii] 
         Otra pieza anticipatoria es la de la también mexicana Magdalena Mondragón, La sirena que llevaba al mar, específicamente femenina por su contenido. La obra fue escrita en 1945 y estrenada en 1951, y muestra la transformación en una sirena que empieza a experimentar una mujer, como un gesto de rebeldía frente a su condición de esposa, mujer sumisa, pasiva y conformista con los roles impuestos por una sociedad patriarcal, sexista, masculinizada. Ese año se estrenó en París La cantante calva, obra de Ionesco que inicia lo que la crítica denominó teatro del absurdo. La obra de Mondragón tiene mucho en común con otra de Ionesco, El rinoceronte, acaso la más conocida del dramaturgo de origen rumano. La intertextualidad de estas obras se da, en lo estético, por una acusada influencia del sobrerrealismo, que en el caso de La sirena que llevaba al mar tiene como fondo, además, “al mundo mágico indígena”;[xiii] y, en su contenido, por las implicaciones metafóricas de ambas situaciones: Berenger, el protagonista de El rinoceronte, se niega a ser transformado en un rinoceronte, como ya lo han sido los habitantes del pueblo en que vive, lo que constituiría, en el contexto de la obra, una metáfora de la masificación y del totalitarismo; en cambio Nereida, la protagonista de La sirena que llevaba al mar, acepta una metamorfosis que finalmente no se consuma. El propósito de ambos personajes es el mismo en cuanto a que se resisten a una masificación o manipulación social, aunque la metamorfosis, en el primer caso, significa alienación y enajenación, y en el segundo liberación; y, en suma, rebeldía, en los dos. Así, Mondragón se anticipó catorce años a Ionesco, sin recibir nunca ese reconocimiento.
      Igualmente resulta problematizante el lugar del discurso dramático femenino en las categorías sobre los discursos críticos que plantea Juan Villegas[xiv]: hegemónicos, los que corresponden a las prácticas “del poder cultural dominante”[xv]en una sociedad; desplazados, aquellos que por motivos externos al texto, pero siempre relacionados con el poder, pierden vigencia; marginales, los elaborados por un autor que sufre una condición de marginalidad, cuyo destinatario potencial es un público igualmente marginal; y subyugados, los que son claramente ideológicos y, debido a ello, terminan por prohibirse “por contener conceptos discrepantes frente a los códigos hegemónicos, sea dentro de la política como dentro de la moral o de la estética”.[xvi]Entonces, no resulta nada fácil la ubicación, si de eso se trata, del discurso femenino dramático en una sola de estas categorías, por cuanto la tendencia ha sido la de constreñirlo como marginal, y ello cuando es tomado en cuenta. Y no es que la marginalidad sea ajena a este discurso; sin embargo, acaso haya que crear otra categoría que pueda dar cuenta de un discurso que tampoco es, por fortuna, homogéneo.
        Nieves Martínez de Olcoz, analista del teatro femenino latinoamericano, propone otra categoría que puede resultar más profunda y significativa, tanto para valorar la dramaturgia femenina latinoamericana de las últimas décadas del XX como para interpretar el discurso que nos ocupa: el cuerpo del dolor, en la medida en que es ésta
la imagen perdurable que acuña la escritura femenina finisecular. La violencia en la representación […] no sólo permite denunciar la malversación que el centro de una cultura ejerce sobre sus cuerpos grotescos […]. No solamente se trata de describir el ritual de exclusión de un proceso cultural mediante la violación, feminización o sodomización de un cuerpo como recurso metafórico para delatar la retórica del poder.[xvii] 
     
Griselda Gambaro

      Además de esta violencia directa o indirecta, abierta o solapada contra el cuerpo en general y femenino en particular, que tiene que ver con las formas como en la modernidad se ha intervenido y disciplinado lo corporal, este cuerpo del dolor, “siendo el cuerpo que la ley escribe, es además y fundamentalmente la posibilidad de negociar una nueva alianza, otra denominación del ‘nosotros’ que integre centro y periferia”.[xviii]En otras palabras, el teatro femenino latinoamericano finisecular, que traspasa el nuevo siglo, no únicamente es denunciante sino propositivo y -como siempre lo ha sido pero ahora quizás aún más- político, entendiendo lo político en toda su amplitud. Entre las obras emblemáticas de este período está Antígona furiosa, de Griselda Gambaro, una de las más importantes dramaturgas latinoamericanas de los últimos tiempos. Esta autora reescribe el mito de Antígona trasladándolo a su país, Argentina, en uno de los momentos críticos de su historia, el de la transición a la democracia en la primera mitad de los ochenta después de padecer una de las más sangrientas dictaduras del continente. En el momento en el que la sociedad argentina empieza a exigir justicia, Antígona es “la mujer que en el Proceso […] entierra al desaparecido […] rescata su cuerpo haciéndolo visible. Hasta aquí el mito funciona. Pero hay que corregir su final, su ineficacia o su trampa. Gambaro inventa otra muerte para Antígona”.[xix]Este cuerpo del dolor en la nueva dramaturgia femenina latinoamericana es probablemente la categoría que mejor definiría esta práctica y apuesta dramática: “Como metáfora de representación así planteada vincularía la quizá más importante producción dramatúrgica de protagonismo femenino en la historia del teatro latinoamericano”.[xx] 
         La dramaturgia femenina latinoamericana dialoga así con los movimientos feministas y la sociedad para reivindicar el lugar de lo femenino, cuestionarlo y deconstruirlo, al tiempo que critica las estructuras patriarcales, androcéntricas, masculinas, clasistas, raciales, epistémicas. En cuanto a esta última matriz no se debe olvidar que el teatro, que es conocimiento sensible como todo arte, también contribuye a la construcción del saber; pero, como lo advierte Francesca Gargallo, “las mujeres han sido sistemáticamente expulsadas de la construcción de conocimiento, porque basan sus afirmaciones sobre la realidad en cosas que están muy desvalorizadas por la epistemología tradicional”.[xxi] Esas exclusiones de la mujer de dominios masculinos como la ciencia y el arte, animan la lucha por el reconocimiento de la existencia, importancia, especificidad e investigación de una dramaturgia femenina en Latinoamérica.
        Es que en una época como la nuestra, en la cual los debates sobre género continúan ascendentemente abiertos, habría que tener presente las inquietudes que recoge uno de los personajes de El eterno femenino

SEÑORA 4. ¿No hay una tercera vía para el tercer mundo al que pertenecemos? […] La tercera vía tiene que llegar hasta el último fondo del problema. […] No basta imitar los modelos que se nos proponen y que son la respuesta a otras circunstancias que las nuestras. No basta siquiera descubrir lo que somos. ¡Hay que reinventarnos![xxii]

                               



[i]Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, “El poder de la mascarada”, en Performance, pathos, política de los sexos: teatro postcolonial de autoras latinoamericanas, Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., Madrid, Frankfurt am Main, Iberoamericana, Vervuert, 1999, p. 116.
[ii] Ibid., p. 116.
[iii] Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, México, DF, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2006, 2a. ed., p. 110.
[iv] Ibid., p. 86.
[v] Marcela Del Río, “Especificidad y reconocimiento del discurso dramático femenino en el teatro latinoamericano, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op. cit., p. 42.
[vi] Ibíd., p. 43.
[vii] Ibíd., p. 43.
[viii] Ibíd., p. 41.
[ix] Ibíd., p. 46.
[x] Ibíd., p. 46.
[xi] Ibíd., p. 46.
[xii] Ibíd., p. 49-50.
[xiii] Ibíd., p. 50.
[xiv] Citado por Marcela Del Río, ibíd., p. 52.
[xv] Ibíd., p. 52.
[xvi] Ibíd., p. 52.
[xvii] Nieves Martínez de Olcoz, “Escrito en el cuerpo: mujer, nación y memoria”, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 61-62.
[xviii] Ibíd., p. 62.
[xix] Ibíd., p. 63.
[xx] Ibíd., p. 67.
[xxi] Francesca Gargallo, op. cit., p. 90.
[xxii] Rosario Castellanos, “El eterno femenino”, citada por Kati Röttger, en Heidrun Adler y Kati Röttger, eds., op.cit., p. 109.

No hay comentarios:

Publicar un comentario